lunes, 25 de diciembre de 2017

Relato 42: "Ojos culposos"


El amor se había posado en los sueños de Martha, prometiéndole una vida llena de flores antes de que el sol saliese, viviendo en la ignorancia del amor, sin saber en verdad cómo era el mundo. Se sentía feliz anhelando, pensando que cuando llegase aquel esperado, construiría tales sueños. Pero el amor llegó y Martha no pudo evitar llorar cuando vio sus ilusiones ser llevadas por el viento cotidiano.
A diario cultivaba sus deseos, optimista, mediante esos libros y películas que prometían alegrías sin necesidad de tristeza, y conocer personas sin necesidad de conocer también el dolor.   
Antes de los dieciocho, conoció a Rigoberto. Un hombre que le enamoró puntillosamente. Desde el instante en que se cruzaron, Martha le susurró al cielo que había llegado la primavera ansiada. Era un joven alto, provisto de lisonjeras palabras, con las cuales consiguió atrapar en sus brazos a aquella soñadora, atraparla en su hogar, en su vida.
Martha, era una muchachita de personalidad alegre y radiante, con unos cabellos que se extendían hasta su delineada cintura, para trazar a la perfección las líneas que formaban su delgado cuerpo, donde la espalda subyacía en el abundante castaño que bajaba desde su cabeza. Tenía bellos labios, bello cuerpo, bella nariz y cualquier otra parte trivial que un hombre pudiese aprovechar para alagarla. ¡Ah, pero sus ojos, sus ojos eran sin duda alguna, el rasgo más destacable! ¡Eran tan majestuosos que, a pesar de ser uno de los detalles faciales más triviales, no cualquiera era capaz de elogiarlos! ¡Su precioso brillo, que parecía germinar desde la estrella más viva en el cosmos, naciente de la más pura nebuloso! Rigoberto, fue el primero capaz de direccionar, eficaz, su amor hacia aquellos luceros verdes.
Luego de semanas, donde los sentimientos se descubrían y analizaban, sin llegar a conocerse lo suficiente, impulsados por las flores, decidieron irse a vivir juntos. Formarían su hogar, seguros de que eran el uno para el otro, aquella alma irrepetible en la vida de cada uno.  
Las primeras semanas, la primavera siguió vivaz. Al llegar los meses, esta se marchitó. El comportamiento del esposo había cambiado. Esas palabras de constante loar, esos besos apasionantes, esas miradas donde se encontraban y advertían mutualidad, esa felicidad inicial, ya no estaban. Había partido, sin avisar cuándo volvería, o si es que acaso se iría para siempre, dejando solo el recuerdo de lo que alguna vez fue una idílica relación.   
Ojalá hubiese sido un error lo que él hizo y se percátese de ello, reconociendo su error. Martha sabía que no pasaría y que el único error fue entregarse a sus impulsivas emociones, que la habían condenado a esta desgracia. ¿Dónde estaba ese amor prometido, que tocó y corrió hacia abajo sin mirar, cual río que, tras cada día, no hay rastro de las primeras aguas que corrieron por él? ¡Dónde estaba su alegría! ¡Su Edén, oh, su Edén, corrompido por esa tribulación que angustiaba su pobre espíritu! ¡Por qué había partido el querer y adónde había ido a dar!
Pasó a tenerle odio a aquel monstruo que la había condenado a la pesadumbre. Y fue entonces por esto, junto a su desesperación, el que sus caricias hallasen otra persona. Tenía amigos, de los cuales ninguno podía ser conocedor de sus penas, por miedo a Rigoberto. Entre esas compañías, resaltó cierto hombre humilde, que consiguió cultivar su afecto, hasta llegar a desarrollar la mutualidad que Martha extrañaba. Y cuando la encontró de nuevo, a pesar de la moralidad, de sus temores, o de las consecuencias, se aventuró a un romance clandestino, compartiendo casa con el Sr. Álvaro Mejía. En la tarde, mientras Rigoberto trabaja, era Álvaro Mejía quien la hacía sonreír, fuese bajo un techo o en la calle. Aunque durmiese de noche con Rigoberto, sus sonrisas, sus pensamientos y sus sueños eran de quien había llegado más tarde a su vida.
Tras cada beso que se daban sus labios sentían mayor deseo por su amante y mayor desprecio por su esposo. Cada vez que hacían el amor, Martha comprendía lo infeliz que era viviendo al lado de aquel monstruo, hasta que, en una tarde, estando en la casa de Álvaro, se dijo la verdad que conocía y le daba pavor pronunciarla: su matrimonio era un fracaso, sin arreglo alguno; absurdo era seguir en esa mazmorra, donde cada amanecer era una nueva espina para su desdichado ser, que vagaba en busca de flores, encontrándolas ahora. ¿Entonces, por qué no huir de ese lugar? ¿Por qué no, partir hacia este nuevo jardín que le hacía renacer en las tardes, antes de morir en el instante en que Rigoberto pisaba la casa? Sí, lo haría. Se marcharía y sería feliz, lejos, de la mano de su amante, pudiendo recrear esos idílicos paisajes que solo existían en su mente alimentada por ilusiones frustradas. ¡Sus ojos nunca más llorarían! ¡El verde viviría en eterno sosiego, contemplando el café de Álvaro Mejía!
Por ello, en aquella ocasión, decidió no llegar a su morada y quedarse a dormir ahí. Esa vez hizo el amor como nunca antes, celebrando su victoria futura. En el acto sexual gritaba el rompimiento de sus cadenas; empero, sin haberse liberado aún, pues debía llegar a su calabozo para recoger sus cosas.
Álvaro quiso acompañarle, temeroso de lo que pudiese hacer su esposo, ansioso también por tenerla ya a su lado cruzando las afueras de la ciudad. Ella rechazó, prometiéndole que todo saldría bien. Se encontrarían dentro de tres horas en el mismo parque, donde acostumbraban pasear, al su esposo ir al trabajo, ya que era imposible salir antes. Primero debería calmarlo y darle explicaciones. Al despedirse mediante un beso, Martha creyó ver una figura en la ventana. El horror le invadió, al imaginar el dueño de esa figura, si le hubiese visto cuando… Volteó su vista hacia atrás, para encontrar a Álvaro, aterrada, mas no lo encontró. Tuvo que entrar, en espera de su futuro.  
Al abrió la puerta. Rigoberto estaba de pie, junto a la mesa ubicada en el centro de la sala. Este le miraba colérico, sin palabras qué expresarle, ese lenguaje que a ella siempre la atormentaba.
–¿Dónde demonios estabas? –preguntó él, mientras se acercaba, sin despegar la mirada de sus ojos, cabeza inclinada y boca inquieta, haciendo ademanes con sus manos no muy levantadas.
Martha no respondió. No sabía qué responder. El dilema le impulsaba por una parte a mentir y por otra a confesarle su nueva relación.
–¿Y ese otro…? –Rigoberto no terminó la frase.  
Le agarró por el cabello y ella comenzó a sollozar, implorando piedad. No buscó más a hablar, porque no había nada qué hablar. Todo estaba hecho, incluso su destino.
–¡Ingrata! ¡Maldita ingrata! –le gritó Rigoberto, derramando a veces gotas se salivas que impactaban contra su plañidero rostro–. Te he dado amor y posada, te he mantenido y me pagas de tal forma, amaneciendo con otro, y encima que te acompañe hasta acá.
Una palabra bregó por salir de la sellada boca de la miserable, mas no pudo. Entonces, su esposo, le sacudió de los cabellos hasta tirarla al piso y prosiguió a dirigirle golpes en su vientre y sus brazos, mientras le maldecía en cada choque.
–¡Cómo pudiste, Martha! ¡Cómo osaste posar tus ojos en alguien más! ¿Acaso no me amabas?
A diferencia de ayer, esas expresiones ya no servían para hacerla sentir culpable, si no miserable. Por primera vez, como si sus penas le estuviesen ahogando, viéndose obligada a hacer arcadas para no morir, le dijo, entrecortado:
–Eres un monstruo.
Al decir esto, su garganta por fin se sintió plácida, hasta que su mejilla fue herida por la pesada mano masculina. Rigoberto la levantó del pelo. Ya que Martha se oponía a dejarse llevar, la arrastró por el piso, jalándola, hasta llegar al cuarto en el que dormían y encerrarla allí. La empujó, sin compasión, encolerizado, cerró la puerta con llave y la dejó ahí olvidada, entre sus dolores y lamentos. Su paraíso se había marchitado con la llegada de las nubes provenientes de sus pupilas, que explayaban vastas gotas de lluvias que morían en el piso, al caer desde lo alto, luego de fluir por sus cachetes hinchados.  
Pasaron dos horas y seguía encarcelada, horrorizada por su desgracia. Su pasado completo le repudiaba ahora. El odio se entremezclaba con un rencor naciente de no solo la frustración, también de la opacidad celeste, impidiéndole la huida de su infierno, por aquel cruel ser indigno de aprecio alguno.
Llegó la noche, estando la luna en lo alto, la mujer lloró con fervor, pensando que su amante no lograría ayudarle, teniendo que resignarse a ese encierro. Alguien tocó a la puerta. Al oír, su corazón latió raudo, reviviendo sus esperanzas, preguntándose si era posible que aquel visitador era aquel por quien gemía. Cuando Rigoberto abrió la puerta, algo –tal vez el viento, que arrastraba el olor de aquella piel que conocía a la perfección– le advirtió que en verdad era Álvaro y estaba para rescatarle. Sí, ¡ahí fuera estaba su libertad! ¡Ah, pero ese bribón se lo impedía! Escuchaba alegatos que se nublaban por la distancia. Su alma, nerviosa, deseaba salir e ir a ayudar a Álvaro, para luego entregarse a sus brazos y decirle: “Soy libre y por ello ahora soy tuya; escapemos de este infierno y de aquel demonio que me torturó durante eones”. Bregó sin conseguirlo. Cuando escuchó el umbral ser cerrado descubrió una abertura en la puerta que le detenía; buscó cualquier objeto afilado con el cual pudiese extender la abertura, hasta dañar parte de la madera, por la cual se escabulló, abriendo el resto con los brazos. Corrió hasta la fuente de la sonoridad. No había nadie. Se desplazó a la ventana y vio la silueta de su marido acercase, empero, la del anhelado no estaba.
Su esposo entró y, mientras cerraba la puerta, no la vio todavía afuera de la habitación. Cuando la chapa sonó al ser ajustada, aquel fervor en Martha resurgió de nuevo, harta del sufrimiento y la desilusión. Agarró un grueso florero y antes de que Rigoberto le esquivase, lo rompió en su cabeza. Al instante cayó, pudiendo arrodillarse aún. Su furia creció, al ver que el monstruo no había cedido al golpe. Corrió a la cocina, tomó un cuchillo y en cuestión de segundos, Rigoberto, apoyado en el piso con su mano derecha, mientras se sobaba la cabeza con la mano izquierda, aturdido, solo pudo alzar la mirada, para brindarle júbilo a Martha, al ver la expresión aterrada de sus ojos. Sucumbió ante la muerte, arrancada su vida por el cuchillo que se clavó sobre sus dos ojos. Primero sobre el izquierdo y al gritar, chorreando la sangre por su región ocular, retorciéndose de dolor; luego, la mujer cogió rauda el cuchillo, le dejó que agonizase primero y al satisfacerse, se lo enterró en el ojo faltando, destrozándole los dos, acabando así con aquel maldito que había devastado sus utopías.  
De repente, esa euforia por asesinarle, pasó a ser arrepentimiento culposo, por haber hecho tal atrocidad. Era ahora ella también un monstruo, al haber hecho cosas peores. Confundida, se echó a llorar junto al cadáver de su esposo. Quiso levantarle la cabeza para verle y al notar el chorro de sangre secándose, y las cuencas devastadas, se levantó horrorizada. Escapó de la morada, sin mirar hacia atrás y sin pensar en nada más que correr, correr muy lejos, escapando de él…, no por libertad, o por el odio hacia él, sino por el odio hacia sí misma, avergonzada de lo ocurrido, sin saber siquiera con exactitud hacia dónde se dirigiría.     
Sin organizarlo, terminó en la casa de Álvaro. Pero este no estaba; tal vez estaría buscaba la forma de irrumpir en la casa de ella. Se preocupó al pensar en que lo lograría y vería al fallecido, descubriendo su pecado. Abandonó también ese lugar, por vergüenza con Álvaro. Caminó por esas calles, afligida. Posó su vista sobre el pequeño lago del parque, viendo a los peces nadar. Creyó que así encontraría paz, y como evocación del sufrimiento, al que estaba condenada por culpa del amor marchitado, revivió la escena mórbida. Al ver el azul cristalino, se reflejó, donde se suponía, debía reflejarse su cara, se reflejó la cara de su víctima, con las cuencas oculares vacíos, rodeadas por la sangre pululante, que bailaba por toda su pálida piel.
Ululó, espantada por aquella rememoración. Cayó en el agua, y su pavor fue mayor. Sentía que se ahogaba, sentía que alguien le jalase, intentando hundirla, donde yacería lamentándose, pagando sus males. Antes de sucumbir, unos brazos llegaron a su salvación. Salió a la superficie, sobresaltada aún.  
–¿Te encuentras bien, muchacha? –dijo una voz masculina, perteneciente al individuo que sostenía su hombro derecho. Ella no respondió. Se quedó mirando hacia el frente, titiritando, ensimismada en su nefasto pensamiento.   
–Por poco mueres, niña –dijo quien estaba a la izquierda. Era una mujer.
Elevó la cabeza y descubrió la misma evocación del estanque en aquellas personas. Lanzó un alarido que perturbó el viento. Pudo sentir una gota del líquido rojizo caer sobre su helada piel. Recobró fuerzas milagrosas. Los apartó, terminando en plañidera fuga.
En su carrera, no podía despegar de sus recuerdos aquellas cuencas limpias por el negro y aquella epidermis manchada de rojo. Semejante a la primera vez, llegó a la casa de su amante. No se percató si no cuando iba a pisar el umbral. Esta vez no le importó culpa alguna. El dolor era más fuerte que el arrepentimiento en ese momento. Tocó la puerta, cual desesperado implorando ayuda. Álvaro la recibió: al abrir, Martha se tiró sobre él, gimiendo a granel.
–Yo lo maté… Yo lo maté… ¡Fue sin querer! ¡Pero fue intencional! ¡Por qué yo, monstruo soy, Álvaro!  
El hombre, desorientado, acarició sus cabellos, mientras le infundía paz mediante sus palabras. Álvaro, análogo a su antiguo amor, que yacía tirado en el piso de su casa, también poseía el don de la palabra, capaz de anidar sosiego en sus ojos, por más nublados que estuviesen. Fue difícil y las horas de llanto fueron anacrónicas; sin embargo, consiguió sembrar serenidad en aquella atormentada. Cuando consiguió armonía, intentó contarle su historia, no sin que, por momentos, la pena asomase.
–Me tenía encerrada –comenzó Martha–. Y cuando tú llegaste, deseé ir a verte. Escapé y vi, desde sus espaldas, cómo cerraba la puerta, a punto de devolverme a ese miserable encierro. En mi mente se cruzaron mis ilusiones derrumbadas por sus mentiras y entonces… –hizo una pausa duradera, tomando aire para seguir. Su emisor le oía con atención–. ¡Lo maté y saqué sus ojos! ¡Pero él no se merecía tampoco tal cosa, oh, Álvaro! 
Esta vez la pena ganó y se rompió la inestable avenencia emocional.
–Pobre Rigoberto –dijo Álvaro. Su voz era de un tono distinto. Martha irguió su frente y al verle se agarró de la silla, elevando sus cejas, sorprendida, al ver a su difunto esposo, aunque con su cara intacta, sin herida alguna, sus ojos perfectamente fijados en ella–. Ese apasionado hombre, que te hizo escribir tu propia historia romántica, donde fuiste muy feliz y el amor avivó a diario tu optimista corazón –una sonrisa ufana se creó en sus labios, tan rojos como la primera vez en que los vio–. Él, que te dio besos, abrazos y estrellas.
 Martha, escuchándole, sin despegarse de la silla, gritaba a paso lento por dentro, provocándole ira las palabras artificiales de aquel monstruo. La pena había cedido ante el rencor y olvidó ese arrepentimiento; ahora merecía en verdad esa muerte, vil monstruo que le brindó desgracias disfrazadas de amor.     
–¡Él que te amó! –le gritó Rigoberto.  
–¡Tú no me amaste nunca! –le gritó Martha, exasperada, tirándose sobre él. Le golpeó en el pecho, logrando causarle desaliento.
Fue a la cocina, como la primera vez en que lo mató y de igual forma clavó el cuchillo sobre sus ojos, observando el fluido que derramaban, demostrando que le dolía y que moría. A punto de detenerse el corazón de aquel malvado, su faz cambió y Martha descubrió la realidad que se camufló en ilusiones: Álvaro agonizaba, sin ojos que sirviesen ya, ensangrentado, hasta no resistir más y sucumbir al piso.
Martha corrió a agarrarle y al ver que la vida le había vuelto a mentir vilmente, no aguantó aquella agonía. Se vio al espejo, asqueada por el reflejo de aquel monstruo femenino que se posaba en el cristal; asqueada por esos radiantes y hermosos ojos verdes que habían visto cómo fulminaba otros ojos inocentes. Decidió dictar sentencia a todos sus pecados, poniendo fin a sus desilusiones.  
Tomó el cuchillo y de igual forma se lo enterró hondo en sus luceros verdes, los cuales se apagaban a medida que el filo avanzaba, uno por uno, explotando en sangre a medida que fallecían, semejante a una supernova explotando en el cosmos, hasta perderse sus restos en este.
   

FIN.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Relato 41: "Tres condenados"


–Espero que la inexperiencia no esté contigo ahora, muchacho –dijo uno de los dos guardias posados frente a la enorme puerta. Alto, de tez morena y cara mesurada–. ¿De dónde me dijiste que vienes?  
–De Smish Brown, señor –le respondió el joven, de piel blanca y cabello castaño. Sujeta sus manos, confuso, preparándose para su tarea–. Trabajé allí dos años y me trasladaron acá.
–Ah, recuerdo mis primeros años de trabajo. No es fácil, pero a medida que avanzas te forjas. Espero que estés en ello.     
–¿Por qué están aquí estos hombres?
–Intento de asesinato. Los tres fueron sorprendidos segundos antes de que lograsen clavarle el puñal a quien habían secuestrado, sin pedir recompensa a cambio. Quién sabe qué se les cruzaba por su mente.
–¿Y por ello se les aisló de tal forma?
-La verdad no estoy muy enterado sobre ello. Lo poco que sé es superficial: su condena y nada más. Podrá haber casos peores, mas es nuestro deber.  
-Ocho años…
–Sí, muchacho –le respondió el de mayor grado, sereno, dirigiéndose a abrir la puerta–. Ochos años encerrados en esta celda especial, sin derecho a la luz y comida una vez al día, la cual se les suministra por este pequeño espacio –señala una rendija pequeña cerca a la puerta.  
–No ha de ser sencillo sobrevivir así.   
-Quizás y hasta estén muertos. Aunque no lo creo. Entra tú primero y dame los resultados.
El guardia de menor edad ingresó al cuarto. Estaba oscuro, sin el menor destello de sonido posible. El mutismo reinante infundía el complemento para el horror que inspiraba el lúgubre lugar. Encendió la linterna. Paredes mohosas, abolladas por golpes desesperantes, que describían antiguas exasperaciones impactadas contra esa pared, que conservaba la historia de la pesadumbre vivida por los prisioneros en aquellos ocho años. A la derecha, se dibujaban arañones en el piso. Se sorprendió, asustado, al hallar sangre seca junto a los rayones. Con la linterna buscaba entre las tinieblas a los condenados y no los encontraba. Sin saber qué hacer, llamó a su superior. Le reportó, siendo innecesario, pues él comprobó por su cuenta la confusión que yacía en la mazmorra.  
–¡Qué demonios –expresó el superior–, qué demonios ocurrió aquí! ¡Y dónde están los renegados!
-¿Cree qué…? 
–¡Imposible! Ni el más astuto podría huir, por más que intente hasta excavar, pues el metal que rodea el entorno es muy profundo y rígido ¡Imposible, imposible estando bajo condiciones tan miserables!   
Dirigieron la linterna hacia oriente y occidente, topándose con el mismo color de siempre. Para mayor preocupación descubrieron que el rojizo seco pululaba en numerosas zonas. En la atmósfera, aún vivía el sonido lacerante del pobre a quien perteneció esa sangre en el pasado, en ecos de evocación, como si la intuición les quisiese decir algo, que no lograba terminar de formar. El moreno encontró telas naranjadas, rasgadas y carcomidas. Maldijo al aire, desorientado cada vez más. Su subordinado le calmó, atónito.
Ambos se quedaron estupefactos al ver que, en un rincón, subyacente en la débil tierra que excavó, habían huesos; huesos humanos. Estaban perdidos, con las emociones revueltas, en un caldero donde se elevaban el miedo, el desconcierto y el agobio. La enorme puerta fue cerrada por el viento, que ululó al haberlos encerrados.   
Germinó un gruñido, el cual fue captado por el guardia de tez morena. Cuando este volteó su cabeza en alerta, para descubrir la fuente, se quedó extraviado en el inmenso negro. El otro, quien descubrió los restos, al elevar por casualidad su linterna hacia el techo que se explaya hacia delante, halló una extraña figura, semejante a algún animal antropomórfico. Tarde le advirtió a su superior. La criatura se abalanzó sobre el moreno, agarrándole por el cuello.  
Mientras le sujetaba, buscando a encallar sus dientes salvajemente sobre la gruesa piel morena del atrapado, el joven apuntaba hacia ella. Inseguro, se quedaba tirando, en busca de una puntería de la cual carecía, presa del pánico.   
–¡Dispara, maldita sea!      
Ante el colérico grito de su jefe su dedo disparó la pistola, sin saber cómo. No obstante, el plomo fue a dar, no hacia el agresor, sino hacia la víctima. Por el impacto de la herida incrustada en su pecho, se desplomó al piso, quedando inconsciente en pocos segundos, arrullado por el dolor. El sonido asustó a la criatura, retirándose al instante. Cuando el superior cerró los ojos, el muchacho, apesadumbrado, confundido y extraviado en la incertidumbre de la mórbida y horripilante situación, se quedó clavado ahí, inmutado por el terror.  
La criatura se tiró sobre el sobreviviente. Le derribó al instante. Esta, tenía cabellos largos que le cubrían la cara, espalda y gran parte de su pecho. Al abrir la boca, sus dientes no eran muy afilados, similares a la dentadura humana. Pudo inferior esa conclusión, avalado por la comprobación, el miserable joven, tras, al pasar su mirada rauda por sus pies, descubrir un pedazo de tela naranja que colgaba del tobillo de aquel monstruo. Entonces, sintió las garras de aquel hombre deshumanizado, clavándose en su piel, acompañado de sus dientes, mientras se retorcía sin salvación, enmarcando la agonía en sus lamentos, observando los huesos que había encontrado antes, sabiendo cuál sería el destino que le esperaba, acompañando a los condenados.  
El guardia de rostro mesurado, despertó al oír los alaridos plañideros del subalterno, que moría lentamente, como si de un despertador se tratase, aguardando a ser condenado también por el caníbal.      


FIN. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Relato 40: "El sueño olvidado"


Desde hacía semanas, Enrique Alborán intentaba recordar aquel sueño que tuvo en una singular noche, donde, por primera vez en su vida la calma se manifestó con total serenidad y el agobio que le perseguía desde la realidad a sus ensueños, se había esfumado, como si el sufrimiento nunca hubiese existido y todo hubiese quedado reducido a ese instante de tranquilidad.
Como un recordatoria de su mala suerte, cuando despertó de él, al instante lo olvidó. Lo único que guardaba consigo era la sensación que había contraído mientras dormía. Sin embargo, no lograba evocar las imágenes que veía o los sonidos que oía o las cosas que tocaba en aquel asilo onírico. Pese a la confusión, guardaba la sensación satisfactoria, como diminuta estela de lo que conoció y que ahora le angustiaba por no poder traerlo de vuelta.  
“Era algo indescriptible –decía Enrique–. Sin importar que mis sentidos no conservan nada, mi corazón sí. Este fue el más beneficiado, y no creo que haga falta que volviese a soñar con el mismo paisaje o con la misma sonoridad; lo único necesario es aquella serenidad, que no puede igualarse con nada en este mundo. Era como una especie de cielo, bañado por agua bendita y poblado por ángeles que cantan melodías de viento jubiloso, mas ni siquiera este símil llega a igualar la majestuosidad de aquella experiencia. ¡Qué desdichado soy! ¡Conocí la dicha en una noche y bastó esa misma noche para que marchase! ¡Ojalá volviese aquel sueño! ¡Ojalá al menos pudiese recordarlo, para que mi mente lograse crear una copia de este!”
Enrique Alborán llevaba una vida apesadumbraba, llena de complejidades, por culpa de factores relativos a la existencia, como el trabajo, la melancolía, la angustia existencial, la frustración por su presente y los anhelos derrumbados sobre su futuro opacado por la desgracia… Esas cargas se acumulaban y desembocaban en sus sueños cuando, durmiendo, bregaba por paciencia, creyendo que allí encontraría alegría, puesto que escapaba de la tortuosa realidad. Empero, el pobre era tan miserable que, ni siquiera ahí encontraba gozo; al contrario, sus penas le seguían y no le dejaban esperanza alguna de la cual beber.
Era por ello que anhelaba regresar a ese momento. Y sin embargo, no conseguía posarse sobre la imposibilidad y cuando creía que estaba a punto de saltar hacia la libertad, era derribado por la frustración. Sus días se prolongaron en constantes intentos en vanos de rememoración y con esto, también pasaron los años. Vio su vida transcurrir en cada cotidianidad, tras cada desaliento, sin conseguir su deseo. Tantos años que tenía, tantas cosas vividas y aun así solo quería una sola cosa, pero esta no llegaba.
Por aquella amarga resignación, a la que tuvo que someterse, no sin antes pelear en las noches por obtener siquiera un leve susurro de aquel paraíso, terminó siendo más desgraciado de lo que era. El sol se había ocultado más lejos con el pasar de las desilusiones y la luna cada vez perdía más su brillo, ya que en las estrellas no lograba reflejar sus esperanzas, puesto que estas estaban encadenadas al desasosegador olvido en el que estaba condenada su memoria.
Con cada amanecer nuevo, quería los anocheceres antiguos, como aquel en el que tuvo esa bella experiencia… De no haber sido por su madre, la cual él catalogaba como “la culpa de su tortura”, debido a que, fue ella quien le despertó, mientras se hallaba envuelto el plácido Edén que no lograba evocar, más allá del sufrimiento por no recuperarlo y de la sensación que era un fantasma de aquella flor que se había marchitado en la oscuridad. La mamá, en aquella ocasión, le confesó que le había descubierto inquieto en su cama; aunque su faz no expresaba emoción alguna, sus pies se elevaban de forma singular y daba incluso la impresión de que fuese un cuerpo inerte, manejado como un títere; su respiración era mínima y ante eso, la madre le brindó ayuda, aterrada, expulsándolo de aquel sueño que ella percibió como una pesadilla. Aunque su hijo lo vivía como el más hermoso de todos.
Enrique jamás le perdonó tal cosa a su madre. Ella terminó muriendo sola, sin ser perdonada por él. Y Enrique, no había superado tal acto, por lo que a ese día todavía conservaba rencor hacia la desdichada que en afán de colaborar, erró.
Llegó una noche en que esos sollozos y quejidos serían silenciados por la extraña satisfacción, que raramente asoma a visitar a los malaventurados. Estando en la cúspide de su vejez, las tinieblas arropaban la atmósfera y los astros pululaban en el negro del firmamento, haciendo una noche preciosa para aquel que pudiese ver la belleza de la naturaleza –en cambio, un infeliz como Enrique, no sería capaz de advertir la majestuosidad–. La atmósfera, aunque no la comprendiese, servía como indicadora de las futuras dichas que viajaban hacia él.  
Como de costumbre, llegadas las nueve, se acostó en la cama. Le resultaba incómoda, al igual que su vejez. Echó la típica mirada hacia atrás, pensando en ese sueño y en la fórmula para soñarlo. Y de su boca salió la típica exhalación plañidera al no encontrar el método corrector. Se entregó a una siesta, que sabía, no le complacería.       
Abandonó la vigilia, pasando al mundo onírico. En este, se recreaba la realidad, en el entorno de su cuarto. Comenzó a sentir cierto sentimiento que creía, brillaba por primera vez en su corazón. Ante esto, tras meditar, comprendió que tal sensación no era nueva, ¡era aquella misma que le envolvió en el sueño olvidado! Al encajar tal razonamiento –acertando–, apareció en una esquina, una rara figura. Al moldearse, tomó la forma de un hombre alto, vestido por una túnica negra que le cubría desde los pies hasta la cabeza, protegiendo su rostro entre la sombra generada por la cima del atuendo. Dicho ser debió haberle asustado, mas aquello no importaba. El horror pudo haberse manifestado si fuese la realdad; esta no era la realidad, sino un sueño…, un sueño sereno. El lúgubre personaje alzó la cabeza y dirigió su mirada hacia Enrique.
El cuarto comenzó a desaparecer, transportándolos a una infinita Nada, donde ellos dos eran los soberanos del lugar. Aquel sujeto se acercó hasta nuestro protagonista, quien se complacía por fin con la vida. A medida que avanzaba, Enrique disfrutaba de su tranquila paz, sintiéndose como la primera vez, recordando cada uno de los momentos vividos. Y entonces, esa paz llegó a superar la de aquel primer sueño. ¡Jamás había estado enterrado en una beatitud tan inmensurable! ¡Nada podría perturbarle su júbilo! ¡Ni el tiempo, ni las estrellas, ni su madre o persona alguna que osara despertarlo! ¡Oh, su madre! El reflejo de ella se coló entre aquel ensueño y mediante esta imagen, se posó en sus pensamientos el desfile de toda su vida; desde su niñez hasta el presente. Recordaba con lujoso detalle cada segundo y a la vez recordó la exactitud de aquel primer sueño, sabiendo los hechos que le esperaban.
Y pasaron tal cual los recordaba –¡oh, por fin el don de la rememoración había germinado! –. El lúgubre ser, se elevó sobre el cuerpo de Enrique, que flotaba. Mientras se elevaba, iba atrayendo su cuerpo, sin Enrique poder resistirse (sin oponerse además). Este sueño fue más allá de donde había concluido el último, conociendo el desenlace de aquel sosiego. El oscuro personaje le enseñó su rostro, viéndole a los ojos, descubriendo Enrique la verdad que subyace en las ilusiones sobre el final de la vida. Su madre se marchitó, junto a los demás pensamientos. En brazos de aquel extraño, sintió mayor placidez. Su esencia comenzó a desintegrarse –su parte material persistiendo intacta desde el otro lado–, y la serenidad lo consumió, yendo a para al mayor de todos los descansos posibles: la inexistencia.  

FIN.


sábado, 11 de noviembre de 2017

Relato 39: "Asesino y asesinado"



La miseria ha pululado desde tempranas épocas en mi vida. En mi infancia quedé huérfano y en la calle, culpa de la desgracia que me arrebató a mis padres, la felicidad y mi inocencia, obligándome a desarrollar un carácter lamentable y débil para poder enfrentarme a las adversidades, combatiéndolas mediante el llanto. Trabajaba en cosas forzosas que me recompensaban ingratamente. Esto hizo que mi decadencia ardiese y terminé en el abismo de la búsqueda de desahogo por medio de actos execrables.
Cuando crucé la etapa de la adolescencia, me harté de la tristeza; empero, sin poder deshacerme de ella, porque era incondicional, como una marca de nacimiento que sabía, me acompañaría hasta el día en que me despidiese de todo, incapaz de ingresar al sueño luctuoso, porque solo en él el congojo es callado. Quería escapar de ella. No lo lograba. Por lo cual, recurrí al odio como bálsamo de las nubes que me opacaban. Pasé a desarrollar intenso rencor inexplicable hacia aquellos que veía, caminaban felices por las calles: unos, tomados de la mano con su pareja mientras se besaban; otros, con sus hijos, animándoles y hablándoles de las cosas bellas con las que se toparían a medida que crecieran, engañando a esos pequeños ingenuos; u otros que, en soledad como yo, pero que aun así, conseguían caminar derecho y elevar la vista hacia el cielo, retando a las nubes y a la luna, porque guardaban consigo una dicha que yo no comprendía y que jamás había llegado a tocar a mi morada. Quizás, porque mi puerta, a diferencia de las demás, era más horrible y penosa. ¡Narcisistas que presumen de tener casitas tan ornamentadas! Y en cambio, mi corazón es una devastación que enmarca los recuerdos de dolores eternos.
Era tan miserable todo, hasta las cosas que la gente consideraba bellas. No entendía el júbilo que inundaba los ojos de los demás al ver un partido de futbol, al leer un libro, al ver a sus parejas, o al contar las estrellas. Era aquello tan ignoto para mis ojos privados de majestuosidad, opacados por las tinieblas de la aflicción. Anhelaba que ese sufrimiento se esfumase y pasase a regocijarme con aquellos feos llenos de bellezas, que caminaban a diario delante de mí. A veces pensaba que muchos no eran merecedores; en cambio yo, victimita del azar que me condenó a las tormentas, mientras los demás volaban en sobre esas nubes tormentosas, que explayaban rayos sobre mi paz abatida. Sin embargo, mis anhelos no eran oídos por el mismo azar que me condenó. La única forma de fallecer, era que yo mismo interviniese en mi inercia existencial. Me faltaba el valor de realizar tal acto que sobrepasaba mi cobardía, por ese deseo y miedo que tenía a conocer el hades.  
Me irritaba aquella imposibilidad, por lo que un día, desesperado decidí que si yo no podía ser feliz, ¿por qué demonios otros sí? No lo merecían, debía arrebatarle a alguien su alegría. Podría no poseer el valor para marcharme, mas no me abrumaba el acabar con otro feliz indigno.        
Me exasperaron hasta más no poder esas personas que caminaba risueños por la misma calle que yo, sin respetar mi zona gris sobre la que sollozaba. Cada día y cada noche, durante la infecciosa cotidianidad, desfilaban por la calle, mientras, tirado en el piso, recostado contra la pared de algún negocio o contra un árbol o un monumento, les tenía que apreciar.
Aunque había cierto sujeto que logró colarse entre mis pensamientos, ya que lo veía siempre, como si quisiese humillarme con su presencia adornada por finas ropas, peinado brillante y facciones satisfactorias. Su imagen, producto de la reiteración rutinaria, se almacenó en mis pensamientos y fue por ello que decidí, era aquel condenado era el que debía privar de sus fortunas inmateriales. Conocería primero que mí aquel sueño, el cual yo deseaba soñar; empero, sería una carga menos, al no hallarlo más en mis despertares. Aquel que me recordaba mi desgracia y avivaba el dolor en mi ser, con sus pedantes pasos frente a mis ojos entristecidas y mis cejas coléricas.    
Fue en una noche, en la que el frío era nefasto y las estrellas se habían ocultado, como si supiesen el destino de aquel desdichado feliz y no quisiesen presenciar el horror a punto de desatarse, por un rencor anidado desde hacía meses, en las profundidades de la tristeza de un envidioso. Le esperé en una banca del parque habitual, por donde ese hombre pasaba, sin importar el color del cielo. Acostumbraba pasar cuando sonaba la penúltima campana de la iglesia y ahí estaba yo, ansioso, calculando que llegase la sonoridad que dictaría el momento de la fatalidad.   
El alarido del reloj se explayó en el aire y entonces empuñé con fuerzas y afán el puñal. Vislumbraba de izquierda a derecha la atmósfera, en busca de mi víctima. Comenzaba a encolerizarme, cuando presentí pasos de unos pies largos. Mi intuición me susurró que era a quien esperaba. Le buscaba con la mirada y no daba con él, hasta que asomé a mi derecha. A quince metros de mi ubicación, iba él, caminando junto a los estanques, como siempre, dichoso y pedante, vestido de traje gris, peinado con los cabellos hacia atrás, para que su frente alzada se distinguiese y con la mirada clavada hacia delante, meneando sus brazos cual bailarín que anima al público, con aquella sonrisa que solo él sabía hacer, resaltador del brillo de sus limpios dientes. El odio y la ira tomaron mis acciones, como si mis titiriteros fuesen. Corrí hacia él, y cuando estaba a tres pasos suyos, volteó su rostro, aterrado. Le tomé por el cuello y le enseñé el arma, posándoselo sobre su garganta, acariciándole con él, queriendo que su cuello sintiese la misma excitación que sentía mi mano cuando el puñal tocaba. Asustado, me mostraba aún sus brillantes dientes, corriendo a través de su boca agitado aire, que me comunicaba su preocupación. ¡Ah y sus azules ojos, que presumían de majestuosidad, estaban más abiertos que nunca, con gotas de angustia en ellos! Por primera vez, sentí satisfacción, al ver a ese maldito con la confusión y pena plasmadas en su semblante, mientras buscaba suplicarme, detenido por el miedo.   
–Al fin te encontré, maldito. Llevo esperando este suceso hace años. ¡No sabes cuán feliz me harás al arrebatarte tu felicidad!  
Bregó por lanzarme palabras de lástima. No se lo permití. Antes de que sus desazogados labios, expresan palabra alguna lograsen, le hundí la hoja con fervor, sobre su pecho, hiriendo su corazón, en venganza por, él y la ciudad, haber herido el mío primero. Entonces, aquellos labios fueron sellados y los destellos azules de su iris, fueron apagaron por la oscuridad funesta.  
La noche gritó, bramando en el viento, el cual atrajo lluvias, cuando, dejé caer su cadáver en un estanque. En el agua del mismo, vi mi reflejo, por fin alegra, donde se dibujaban rasgos de dicha infinita e incontrolable, que despertaron mis ojos cafés, los cuales, antes solo soñaban. Antes de que las gotas cayesen del firmamento, exclamé hacia la noche, que lloraba:
–¡Oh, qué alegría me brinda este despojo de rencores! Pero sé que el bienestar que me acompaña hoy me abandonará mañana, cuando emanen del pasado las tormentosas visiones de las culpas pasadas. ¡Ojalá pudiese yo poseer el mismo gozo que poseyó en su vida este hombre!
Suplicando estas utopías, sin poder evitar seguir pensando en la muerte, ya no por depresión, sino al contrario, por entusiasmo, producto de mi meta lograda, pues era algo que jamás dejaría de agobiar mi mente, me acosté en el césped, protegido por un borde de la fuente, que servía como atrofiado techo para cubrirme de la lluvia. Me entregué al sueño, por primera vez con poca zozobra.
En mis sueños, creyendo que vería hermosos paisajes, me encontré con pesadillas, que revivían aquella escena aborrecible, haciéndome sentir terror y arrepentimiento por mi propia obra. Ello no me dejó dormir bien.
Al despertar, el chispazo del sol impactó contra mi frente, como si me advirtiese que iba a ser un día lleno de luz, a diferencia de los otros, en los que había luz pero esa luz no alcanzaba a destellar en mis enmudecidos ojos. Me levanté y exhalé, disponiéndome a caminar por el parque y sinrazón observar la naturaleza, semejante a los demás, quienes eran felices caminando frente a mí. Era hoy yo quien caminaba, y eso era extraño. Imaginé que al despertar, el recuerdo de mi crimen, me perturbaría hasta volver a dormir y me exasperarían las agobiantes memorias germinadas por el remordimiento de mi consciencia. Pero no. Todo lo contrario. Estaba feliz, y por primera vez me atrevía a usar tal término para describir mi estado de ánimo; era sorprendente tal mutación en mi cotidianidad. ¿Sería acaso por la satisfacción de mi meta alcanzada? ¿La sangre de ese hombre me bastó para saciar mi sed de júbilo? Quizás fuese por unos cuantos minutos; empero, me sentía como un volcán a punto de explotar, sin poder contener tanto gozo en mí, pues al ver las nubes y descubrirlas, comprobar que era más que angustiante gris, mi corazón se excitó y al cielo grité, presumiendo esa sensación de conformidad.
¿Qué me había pasado? No sabía cómo responder; tampoco quería hacerlo. «Al diablo con el azar –dije– junto con el congojo de antaño« ». Era feliz hoy, y eso era lo único real, contradictorio a los planes ya trazados de la existencia conmigo y contra los sueños que me ataban las utopías. Ellas lograban brotar de entre el olvido y por la majestuosidad de la serenidad, me hacían sonreír. ¡Tanto dolor me generaba el torcer mi boca en busca de una risa y ahora, de forma natural, una extensa sonrisa se explayaba sobre mi rostro!  
Era como si fuese un hombre nuevo. Los recuerdos que tenía sobre aquel parque, por el que a diario caminaba de la mano de la miseria, comenzaban a diluirse en el lejano olvido. Era yo quien desfilaba frente a las personas, quienes lloraban acurrucadas en los bancos, viéndome, mofándome de ellos indirectamente con el presumir de dicha.  
Dejé el espacio y me aventuré a las calles de la ciudad. Las recorrí en anhelos de placeres innovadores, con los cuales pudiese enjuagar mi renacida alma, que ululaba ansiosa de pasiones mundanas. Jamás había tenido esa clase de pensamientos; aunque, aquello no detuvo a mi cerebro. Dando la impresión de que conociese el camino, entré a diversos lugares. Las cosas habían mutado tan rápido; mi pobreza y mi aflicción se habían marchitado cuando la piel de aquel hombre alegre, también se marchitó. Le había robado su júbilo cuando lo despojé de la vida, ya que no se la merecía y en cambio yo, premiado por el azar, que ayer me había maldecido a una longeva pesadumbre, conocía las emociones que él pasaba delante de mis llorosos ojos, al pasar por el parque, ególatra y arrogante.
Visité diversos lugares, donde era saciado el deseo mundano de los avariciosos derrochadores de risas, como los de mi clase; los excéntricos ricos que se burlaban de los desgraciados condenados a la abatidora vida, burlándose hasta en las noches, en cada noche, recordándoles, mediante la melancolía, lo patéticos que eran y la imposibilidad de su suerte, la cual los había abandonado en este mundo, penoso para ellos, pero apasionante para nosotros los megalómanos.
Intentaba ver a esa vida, que hacía días me retenía, para pensar en mi fortuna; no obstante, no me era posible, ya que había desaparecido. Nunca la había tenido y la tristeza era algo que no conocía, ni tenía que envidiarle al más insignificante de los humanos, según mi mente, que me mantenía concentrado solo en el presente, donde era un hedonista lujurioso, enalteciendo cada día más su ego y enterraba los restos de aquella remota nostalgia.
Veía a la luna y en ella hallaba brillo; veía a las mujeres y en ellas hallaba placeres; veía el dinero y en él hallaba avaricia; veía a los pobres del parque y en ellos hallaba diversión. De aquel individuo que dormía en las calles y envidiaba a cualquier otro que no fuese él; de ese desdichado, solo quedaba el reflejo vislumbrado en las fuentes del parque, puesto que ni siquiera las memorias.    
Una noche, como todas las demás, cuando la campana de la iglesia cantó su penúltima estrofa, pasé por el parque, apesadumbrado por el alcohol y con momentos dichosos recorriendo mi mente. Paseaba cerca de las bellas fuentes, que conmovía mi ser, distrayéndome en las acrobacias del agua provenientes de estas, al caminar. Sin embargo, cuando me asomaba por la fuente central, el viento comenzó a soplar con furia y las nubes advertían lluvia. La luna me había susurrado que una tragedia se acercaba, por lo cual mi corazón se aceleró. Confundido, caminé rápido, con la vista concentrada en el frente, sin virar hacia los costados. El viento rugió y las nubes se aglomeraron, sin llorar todavía, cuando, de la nada, alguien apareció a mi  derecha. Me agarró colérico del saco negro. Se quedó un tiempo observándome fijo a los ojos, cuyo azul se apagaba por el miedo. Me enseñó un puñal y en ese momento, mi aire se detuvo, horripilado por saber lo que me esperaba y aun así, queriendo suplicar un perdón inalcanzable; pero, de mi boca no salía palabra alguna, a excepción de sonidos inentendibles, que expresaban el horror que me atrapaba entonces.  
Me dirigió ciertas palabras de exasperación, las cuales no entendí, quedándome solo con un rencor nebuloso para mí, que se reflejaba en sus palabras y en sus horrorosos ojos cafés. Estos atrapaban todo el repudio y furia en su alma; se dirigían hacia mis ojos azules, que decaían. Y el hades los arropó, cuando, aquel hombre, me clavó el puñal, hasta que sucumbí al sueño donde no existe el sufrimiento.    


FIN. 

viernes, 3 de noviembre de 2017

Relato 38: "Esencia Foránea"


No creo poder resistir este sufrimiento de imposibilidad. Ver cómo mi vida va decayendo. Y no por culpa mía. Mi esencia, independiente de mi cuerpo material, se desgasta con el transcurrir del tiempo, con el transcurrir del dolor y con el transcurrir de aquella mancha que opacó mi cotidianidad y me arrebató la felicidad.  
La primera vez que la vi, un sentimiento de terror me poseyó. Aunque ella me vio primero, pues siempre había existido, incluso mucho antes que yo; pero, no fue hasta aquel día luctuoso que se manifestó ante mis sentidos. En una noche lluviosa, cuando la luna apenas estaba llegando al firmamento, retrasada para unirse al conjunto de astros visibles en el cielo. Aquella noche, pude conocer el prefacio del horror incontrolable por el humano, el cual carcome el ser, sin salvación alguna y sin esperanzas que, no harían otra cosa más que alargar el sufrimiento, sin servir en verdad.   
Me encontraba acostado en mi cama, soñando con hermosos atardeceres, cuando, emigré del ensueño a la realidad, despertado por un sombrío aire de invierno, que sigilosamente profesaba la llegada de algún mal foráneo. Entre meditabundos pestañeos, llegué a recuperar la concentración y en lo primero que fije mi vista fue la ventana. A través de esta se dibujaban luctuosas gotas, que transmitían a mi mente nuevas ideas nostálgicas para mis sueños. Mas dichos pensamientos no llegaron a ser, producto de una inquietante mancha negra, se asomaba por el cristal. A lo lejos, un óvalo negro se vislumbraba claro en el vidrío, sin razón de presencia relevante. Sin razón también, apresó mi atención, de una forma muy considerable. Qué había en aquello, que domó mi cerebro y curioso, pareciendo que de un fenómeno sorprendente se tratase, fui a posarme en la ventana, como hipnotizado. Quise abrirla y a la vez no quise, una parte de mí me detenía, encontrándome en un complejo dual en el que el miedo y el asombro me regían, sin recurrir al raciocinio, guiado por estas dos sensaciones, que resultaban opuestas y por ello tenían una disputa en mi mente, para dominarme. Mientras el asombro me llevaba a los impulsos de salir e ir a apreciar más de cerca aquella singularidad, el miedo bregaba retenerme y resguardarme en mi habitación, alterando mis nervios. Ninguno quería desistir, y yo, marioneta de ellos dos, no era consciente de lo que ocurría; no lo suficiente para intervenir en la dualidad. Me encontraba abstraído en otro mundo, perdido, no sé dónde, pero perdido.  
Al final, no resistí tal conflicto y terminé colapsando, cuando, al mis manos abrir la ventana, el miedo consiguió ultimar el futuro de esa situación y al piso caí, volviendo a los sectores de ensueño; empero, sin llegar a soñar: mera oscuridad me acogió durante aquellos instantes de olvido, descanso y aislamiento.   
Desperté cinco minutos antes de que la alarma sonase. Tuve tiempo para buscar recuerdos que no hallaba, sobre lo ocurrido antes de mis pupilas ser privadas de la luz. No triunfé en mis vanos intentos y ese vacío me agobió durante el resto del día, queriendo encontrar memorias.
Salí de casa, frustrado y desconcertado. Caminaba por la calle, con una extraña sensación de confusión y ansiedad, proveniente de una fuente ignota. La mañana era lluviosa, cuyas gotas inspiraba fatiga y desencanto por la cotidianidad, junto a las aglomeradas nubes que oprimían mis esperanzas de calidez. De repente, en medio de aquel paisaje desalentador, algo invadió la realidad, algo inusual que me causó terror y angustia. Al verle, supe sin recordarlo que era eso o él. Bastó verle para saber que ya hacía parte de antaño: aquel círculo negro que flotaba en la lejanía de las tinieblas, generador de tales emociones en mí. Estaba, como la primera vez, a lo lejos, inalcanzable… A medida que yo avanzaba, parecía que este también caminase, pues seguía a la misma distancia, intocable y sin posibilidad de ser rozado por mis manos.
El atormentador óvalo me observaba y me seguía. ¿O debería mejor decir que era yo quien lo seguía a él? Sin saber dónde estaba en verdad, sin saber si era un espejismo y sin saber su causa de ser, no podía huir a su manifestación; era imposible. Tuve que resignarme al singular horror que ocasionaba su obstrucción en mi visión. Me acompañó hasta la universidad e inclusive, estando en clases, por momentos creía verlo dentro del salón. Si antes no podía afirmar seguro su realidad, ahora que aparecía por momentos, se me era mayor la duda sobre su existencia. ¿Sería real o sería un invento de mi angustia, o acaso un fantasma onírico?   
Durante toda la tarde, aquella cosa me distrajo de la concentración que requería mi rutina educativa. No fue un día muy grato.   
Al salir de la universidad, cayó el sol, despojado por la luna y este arrastró consigo a mi paciencia y estabilidad. El sosiego se marcharía con el cantar de la luna lúgubre, quien, mediante sus pululantes estrellas y el silbido del viento, me amordazarían, privándome de paz; estas, ayudaron a aquella horripilante mancha negra, para que me encolerizara.
El camino era lóbrego e inspiraba horror, un horror ignoto, singular, indescriptible y absurdo. Comencé a caminar con mayor velocidad y fui así en aceleración hasta que, llegado a un punto, tras oír susurros sombríos, terminé corriendo, cual esclavo que huye hacia la libertad. Mi libertad era el regazo de mi hogar, donde pensé, estaría a salvo; pero me equivocaba. Mi corazón latía raudo, sudaba gélido y mis nervios estallarían.  
Al llegar a casa, abrí la puerta, desesperado, sin saludar a nadie, directo a encerrarme en mi cuarto. ¿Por qué lo hice, si ninguna persona me seguía, si ninguna persona me susurraba? No; ¡sí pasaba algo! Solo que no era una persona. No, no era un humano: ¡era aquella maldita mancha, la cual me agobió y perturbó de tal forma que, ya me causaba fobia el solo traerla a mis recuerdos! ¿Por qué tal reacción si era una mancha? Una mera mancha, una mera alucinación tal vez. No, no, no era así; la mancha sí era… ¡era real, al igual que aquel sentimiento sinsentido de pánico, incontrolable, que con cada segundo se explayaba!
Cerré con llave la habitación, y la ventana… el lugar donde la había visto por primera vez, a la cosa que me seguía y acosaba, anormalmente. Cerré aquella trinchera de exasperación; la exasperante ventana la tapé con numerosos objetos, los primeros que encontré a mi disposición.  
Mi madre tocó a la puerta, preocupada y yo la eché, implorándole soledad. Esto le preocupó más; empero accedió a mi petición de aislamiento. No lo entendía, todo era tan… surreal en aquel momento, siendo el reflejo de la realidad normal, o pareciendo normal. Y digo “el reflejo”, puesto que lo que mis padres veían como regular y por lo que se preocupaban, ya que resultaba típico para ellos, aquel panorama, aquel día, no era verdadero; era falso y mis ojos eran los únicos capaces de percibir la realidad –en la que habitaba la mancha negra, la agobiante mancha–. Sentí como si mi alrededor me envolviese y el techo se fuese a desplomar, angustiado y claustrofóbico. Intenté buscar consuelo en el olvido del ensueño y mientras cerraba mis ojos y bregaba ser atrapado por el sueño, en clamor de que este me sacase de ese calabozo de angustia.
Me daba palabras de calma a mí mismo, en voz alta y llegado un tiempo, mi voz se confundió con otra voz extranjera, semejante, pero más ronca. Esta imitaba mis palabras y al ver que me detuve, cognoscente de su presencia, se burló con enormes carcajadas. El ruido aumentó hasta asemejarse a risas de brujas quemándose en hogueras, mientras se retuercen en el dolor y de este se burlan.
Sabía a quién pertenecía aquella sonoridad. No cabía la menor duda. Quise gritarle que se largase, que me dejase en paz. No fui capaz; mi voz era retenida por el mido y cuando abría la boca mi lengua ni se inmutaba, congelado mi cuerpo, igual que mi razón.
Golpes tocaron las paredes, dando la impresión de que fusen a derribarlas, en especial las ventanas. Fuertes estruendos recaían en estas y por una suerte ilógica, no sucumbían ante la presión. Los golpes y las risas fueron en aumentos, perturbando más y más la poca cordura que me quedaba. Mis tímpanos colapsarían ante la magnitud de tal tortura, junto a mi corazón.
Retrocediendo de arrodillado, busqué un rincón en busca de refugio, el cual no encontraría y que de hacerlo sería inútil. Quien golpeaba las paredes y ventanas no querían acabar con ellas; quería la la mera diversión, a costa de mi desesperación. Pasados alrededor de diez minutos, los estragos cesaron y quien los hacía finalmente se presentó.
El cristal lanzó un brillo grisáceo, que se musitó entre los objetos y luego, el brillo tomó forma tridimensional: una negra mancha llana se encontraba frente a mí. Al verla, mis ojos se quedaron fijos, concentrados por el suspensivo y tensionado pánico que petrificaba mi cuerpo.
La mancha, la horrífica mancha, cambió su estructura y pasó de su molde original a adquirir figura humana, semejante a una sombra tridimensional. Esta, pese a no tener ojos, siendo una silueta de un profundo color negro en todo el cuerpo, se quedó frente a mí. Pude después hallar en ella unos ojos invisibles, los cuales reflejaban maldad e infernal demencia, muy alejada de lo humano, con los cuales se adentraba en lo más profundo de mi ser, sembrando en este exorbitantes emociones relativas a la confusión y el desespero.
Paró de tal manera durante al menos quince minutos; quince minutos de puro dolor y congojo, cuya manifestación no se lograba dar en germinación de lágrimas, por culpa del shock en el que me hallaba. Miserable tanto tiempo estuve, hasta que la silueta –que había dejado de ser una mancha–, se dirigió hacia mí y, a pocos centímetros, posando su mano sobre mi pecho, me desmayé, como en las otras ocasiones, parando en un sector de ensueño vacío.
Cuando abrí los ojos, lo primero que hice fue gritar, gritar con mi alma enmarcada en aquellos alaridos despojadores de sufrimientos, provocados por… algo que no se encontraba en el espacio. La locura y la pesadumbre fueron quienes me despertaron.
Mis padres irrumpieron en mi habitación, atónitos, anhelando explicaciones mías.         
Hijo –dijo mamá, con voz aguda–, ¿qué ha ocurrido?  
No respondí, tal vez porque no me nacía responder o tal vez porque algo me impedía hacerlo.  
Hijo –reiteró mi padre–, por favor respóndenos, hijo…  
En ese momento, inmóvil y hierático, sin querer hablar, alguien habló por mí, como si me hubiese poseído. Mientras pronunciaba palabras contra mi voluntad, vi en frente mío a la figura oscura. 
No lo sé. No recuerdo mucho, creo que fue una pesadilla –les dije; aunque no fui yo quien habló en realidad… Había sido la perturbadora silueta y lo peor es que, avasalladora se encontraba delante de mí, y yo, haciéndoles señas a mis padres y apuntando hacia ella, para que la descubrieran, me decían que no había nada. Entonces, desgraciado y acongojado, entendí que para ellos no había nada, solo para mí, solo existía en mi mundo, puesto que solo yo era infeliz y solo yo podía ver la forma de la infelicidad, la cual resultaba invisible para ellos.
La pena me invadió y evitar llorar no pude, implorando consuelo en el llanto. En nada más podía encontrar consuelo y mucho menos en el regazo de mis padres, ya que nadie veía a la oscura aflicción que me atormentaba. Sentí sus brazos rodeándome, mas no me detenía; sollozaba con mayor intensidad, al pensar que entre aquellos brazos caritativos podían encontrarse también los negruzcos de aquella maldita cosa.  

El tiempo transcurrió y consigo el temor y aquella tribulación. Cada mañana al despertar, cada tarde en la universidad, cada noche en mi hogar, en cada borrascoso minuto veía a aquel forastero, que había llegado a mi vida para convertirla en una sórdida tragedia. Tuve que convivir con ese desgraciado, aguantando verlo en cada instante, y él, taciturno, sin hacer nada más que observarme y crear en mi mente horripilantes pensamientos relativos al terror. No podía ocultar mis pesarosas emociones. Ya no demostraba júbilo alguno en mi existir –y creo que todos mis allegados lo notaron–. No era capaz de sonreír; lo único posible era llorar y gritar.  
Sin embargo, tras semanas en esa situación, cerca de acostumbrarme a aquella tempestad, un cambio más se dio en ese individuo peculiar. La silueta no terminaba con sus mutaciones: ahora tenía brazos más detallados: delgadas, al igual que los pies; y su cabello, parecido al mío, muy parecido…, conservando el mismo color negro. Comprendí lo que ocurría y me acongojaba al imaginar el futuro. La silueta cada vez adquiría mayores detalles físicos y muy similares a mí.
La noche en que noté aquello sucumbí a un profundo lamento, afligido por el rumbo de mi destino. ¿Cuándo se iría esa cosa? ¿Cuándo se marcharía este dolor y volvería mi vida a la normalidad? ¿Era posible que no pasase y tuviese que convivir con el sufrimiento hasta morir? ¿Tendría acaso que hacer eso para poder descansar, tendría que morir, siendo esta la única opción para recuperar la paz que antaño existía? ¿Por qué yo, por qué, pobre hombre desdichado corría con esta desgracia en mis hombros? ¿Qué acto tan execrable realicé para esto merecer? No era justo, ¡mi tribulación no era justa! ¡Dónde podría encontrar un hedonismo que me abstrajese de esta odisea!
Mientras me lamentaba, él escuchaba, y se divertía, ufanándose a merced de su victoria. Le rogué que se marchase; le imploré de rodillas qué debía hacer u ocurrir para que me olvidara. A mi interrogante entonces respondió con una de sus últimas alteraciones; una de las más mórbidas alteraciones que tuvo.
Temblando, temeroso y absorto, arrodillado, como si de un dios se tratase, le admiré a esa asquerosa silueta cómo mutaba. Se retorcía, pero indiferente, sin demostrar ningún sentimiento en su voz o en su faz, la cual comenzaba a emerger de entre su negra cabeza, creándosele un rostro; sus brazos adquirían venas y bellos; en su pecho se dibujaban pectorales,  ombligo y bello. Estaba finalmente pasando de ser una heteróclita sombre a algo inhumano; pero que aun así tenía apariencia humana, sin llegar a serlo en realidad. Cuando vi su rostro… ¡oh qué horror el que se enmarcaba en su condenado rostro!  ¡Qué desgracia el conocer aquel rostro, que me llevó a sentirme más miserable! ¡Lo más doloroso es recordar tal semblante! ¡Aquel malvado, que en un principio fue una mancha, ahora pasó a ser una copia perfecta de mí! Mi corazón quiso detenerse en cuanto la transformación se completó, pasmado y desconcertado, anhelando huir de ese lugar y no verle más; mi conciencia quería también escapar, con tal vergüenza que no sería capaz de volver a ver siquiera al molde original, al este pararse frente a un espejo, para apreciar toda su desdicha. ¡Qué horror! ¡Qué nefasta depresión me absorbió tras tal congojo!
El foráneo ser se hallaba desnudo delante de mí, indiferente y tranquilo. No obstante, yo advertía una sonrisa diluida detrás de aquellos labios que demostraban apatía.
Sentí que todo el cosmos había caído sobre mí, destruyendo mi alma, sin poseer pensamientos qué pensar, o sueños qué soñar, o aire qué respirar. Mi cotidianidad había entrado en coma por un momento y me quedé allí, confundido, apreciando a dicho ser, y dicho ser me apreciaba. El agobio retenían mis pupilas, para que no muriesen en el sueño –aunque el sueño no se asomaba–. Creo que duré varias horas en ese estado y después, sin saber cómo ni cuándo, me hallaba en el salón de clases. Todo había acabado en un parpadeo. Bastó un único parpadeo para que, sin explicación, regresase a la cotidianidad.
Todo era como antes, como la primera vez en que me crucé con aquella mancha: en lugar de ser el miedo quien me dominaba, era la ansiedad. ¿Sería posible? ¿Se habría ido la mancha? No podía responder eso; además, mi intuición me musitaba que él todavía existía. Aquel día me sentí raro, como si fuese invisible ante los demás.
Llegué a casa. Me senté en la mesa a comer en familia. Cuando tenía la cuchara a la altura de la boca, la dejé caer, asombrado. El agobio había vuelto; sentía el cielo sobre mis espaldas y el sol quemándome la piel, ardiente e intenso; también, carroñeros devorando mi piel y hasta desmembrándome. El dolor físico y psicológico era indescriptible.    
–¡Marcharte y deja de atormentarme, vil monstruo; cosa inhumana! –le grité, sin verlo, sabiendo que estaba ahí. Mis padres no hicieron gesto alguno–. ¡Desaparece, maldito! –al decir esto, apareció, sentado en la mesa, frente a mí, sonriente. Su sonrisa era vil y horrenda, de alguien que inspiraba el mayor de los males a quien lo apreciase. Y seguía siendo igual, igual que mí.   
En ese momento pareció que el tiempo se hubiese detenido, a excepción de nosotros dos. Él se levantó de la silla, y caminó hasta donde me encontraba. Yo no podía moverme. Me quedé sentado, contemplándole, esperando misericordia, anhelante de un desenlace feliz.
–¿Quieres que me marche? –dijo el ser, mientras seguía sonriendo, con aquella mirada perversa–. Bien, pues así será. Para ello, debo adquirir una mejor forma –movió la cabeza de arriba abajo, como analizándome–. Mi esencia necesita un regazo material y real, donde yace el agobio y la angustia, mientras que tú deseas la liberación de todos esos males. Así será –al decir esto, posó sus manos sobre mi frente y estalló en carcajadas. Sentí sus delicadas manos que resultaron como un calmante. Simultáneamente, mi cuerpo iba desapareciendo, como cenizas llevadas por el viento, esfumándose poco a poco.   

Cuando recuperé el conocimiento quise llorar, pero no pude; ni siquiera me pude quejar o lamentar. Nada podía hacer más que contemplar el transcurrir de la cotidianidad; una cotidianidad a la cual ya no pertenecía, donde no era más que un forastero; una esencia foránea, que no llegaba a interactuar en la realidad, como si esta fuese un espejo donde habían numerosos reflejos y no podía traspasar. Vi a mis padres, felices, comiendo en la mesa y en el medio de ellos, sentado, estaba mi cuerpo. Y no diré que era yo quien estaba sentado, puesto que lo que se veía era solo mi materia, de la cual había sido despojado por un extranjero y donde yacía ahora una esencia diferente: la esencia de aquello, que en un principio fue una mancha, luego una sombra y luego una copia mía y ahora era el original, reemplazando mi lugar.  
Nada podía hacer. Había quedado condenado a observar a ese ser feliz y satisfecho, cada día, y ver cómo convivía con mis amigos, familiares y conocidos. Ver también cómo suplantaba mi vida, mientras, poco a poco la iba moldeando a su gusto, y yo veía lo que alguna vez me perteneció; lo que alguna vez fue mi existencia. A diario le contemplé, hasta morir. Sin embargo, hasta la muerte le pertenecía ahora. El día de concluir con el ciclo existencial, al verle cerrar los ojos para siempre, no fue él quien murió; sino que, fui yo quien murió.  

FIN. 


sábado, 21 de octubre de 2017

Relato 37: "Tictac"


Un hombre está sentado en el sofá de la sala de su casa. Una casa pequeña, que consta de dos meras habitaciones estrechas, donde la soledad merodea a diario, por esos rincones incómodos, deslizándose el aire con dificultad. Meditabundo, cabizbajo y angustiado se encuentra, mirando constante al reloj, aguardando que llegue el momento. Y el tictac que suena cada quince minutos. Es una punzada lacerante a su pecho, que con cada sonar le desangra. Mientras el tiempo corre y el final se acerca, se prolonga su sufrimiento. Ve el péndulo oscilar de derecha a izquierda, que danza parsimonioso, jugando con el reloj, columpiándose para deleite de la mirada de aquel hombre, quien, inquieto, sin saber hacia dónde dirigir su vista, encuentra serenidad en ese vaivén.



Dan las cinco y media, y esos treinta minutos en los que el péndulo bailaba pasan a ser agobiantes, por el monótono movimiento que, semejante a su vida, tras convertirse en algo trivial se vuelve aburrido y exasperante, no pudiendo encontrar consuelo o esperanzas en ese transcurrir.  Y entonces aleja sus ojos de él, sin ser ya digno de su contemplación. Cuando el reloj canta las seis y media, alza la cabeza, con el alma preocupada, entregándose a la desesperación. Quisiera escapar, pero por ratos prefiere entregarse a lo inevitable. Sabe que Ananké dictó el veredicto incorregible y siendo un simple mortal, por no poder interceder en la palabra de Ananké, al congojo se entrega.
Sus ojos podrán no llorar, aunque su ser se retuerce y solloza de dolor, de irremediable dolor. El tictac del reloj sigue sonando, exacerbándole, porque es como si fuese un recordatorio del destino, apresurándole a concluir. ¿Por qué la vida debe de ser tan cruel? Pues no es por voluntad de él que debe hacerlo. No se le concedió el don de decidir sobre su vida y en lugar de ello, la fatalidad se filtrará en su existencia, para darle sentido a esa odisea absurda en la que estaba ahogado y no es sino hasta el final que adquiere sentido y algo de afabilidad.
Llegan las seis y cuarentaicinco, junto al estruendo del reloj, acompañado del incesante tictac. Empiezan a brotar gotas oceánicas de sudor, que se dibujan sobre su frente y su cuello, resplandecientes –aunque aquel resplandor no era alegoría de esperanza, sino de desilusión–. Entonces la desesperación consigue su deseo, al apoderarse de su desdichada racionalidad, la cual sucumbe ante la pasión de la zozobra.     
Faltan cinco minutos para que el reloj estremezca su último sonido, encallando el tictac que le agobia tanto. No obstante, no podrá disfrutar de la marcha del tictac, puesto que irá a la vez con él. La fatalidad arrasará con todo… hasta con el tiempo. Será descomunal aquel olvido que se posará sobre el desolado hogar de ese pobre hombre. En ese hogar donde mora la soledad y cuando rocen las agujas su destino, esta se marcha, para darle bienvenida al siguiente ser que se hospedará en la casa. La soledad viajará a un nuevo lugar, para ver a ese hombre a través de sus recuerdos, cuando él more en la nada. El tictac no se detiene, pese a la cercana oscuridad. Las estrellas sueñan, mas el tictac no duerme aún.  
El viento comienza a filtrarse por fin a granel en la casa, colándose por las grietas. El frío inunda la habitación, ya que la desgraciada Ananké se manifiesta en el lugar, abrazando a aquel desdichado para besarle y alejándole de los ensueños, posar su ser en otra atmósfera, donde reina la serenidad. El miserable recibe el amor de Ananké y termina sucumbiendo en el hades. Simultáneamente, cuando su iris se apagó, la desgracia manchó el reloj y el sofocante y agobiante tictac calló.   


FIN.