El
amor se había posado en los sueños de Martha, prometiéndole una vida llena de
flores antes de que el sol saliese, viviendo en la ignorancia del amor, sin
saber en verdad cómo era el mundo. Se sentía feliz anhelando, pensando que
cuando llegase aquel esperado, construiría tales sueños. Pero el amor llegó y
Martha no pudo evitar llorar cuando vio sus ilusiones ser llevadas por el
viento cotidiano.
A
diario cultivaba sus deseos, optimista, mediante esos libros y películas que
prometían alegrías sin necesidad de tristeza, y conocer personas sin necesidad
de conocer también el dolor.
Antes
de los dieciocho, conoció a Rigoberto. Un hombre que le enamoró puntillosamente.
Desde el instante en que se cruzaron, Martha le susurró al cielo que había
llegado la primavera ansiada. Era un joven alto, provisto de lisonjeras
palabras, con las cuales consiguió atrapar en sus brazos a aquella soñadora,
atraparla en su hogar, en su vida.
Martha,
era una muchachita de personalidad alegre y radiante, con unos cabellos que se
extendían hasta su delineada cintura, para trazar a la perfección las líneas
que formaban su delgado cuerpo, donde la espalda subyacía en el abundante
castaño que bajaba desde su cabeza. Tenía bellos labios, bello cuerpo, bella
nariz y cualquier otra parte trivial que un hombre pudiese aprovechar para
alagarla. ¡Ah, pero sus ojos, sus ojos eran sin duda alguna, el rasgo más
destacable! ¡Eran tan majestuosos que, a pesar de ser uno de los detalles
faciales más triviales, no cualquiera era capaz de elogiarlos! ¡Su precioso
brillo, que parecía germinar desde la estrella más viva en el cosmos, naciente
de la más pura nebuloso! Rigoberto, fue el primero capaz de direccionar, eficaz,
su amor hacia aquellos luceros verdes.
Luego
de semanas, donde los sentimientos se descubrían y analizaban, sin llegar a
conocerse lo suficiente, impulsados por las flores, decidieron irse a vivir
juntos. Formarían su hogar, seguros de que eran el uno para el otro, aquella
alma irrepetible en la vida de cada uno.
Las
primeras semanas, la primavera siguió vivaz. Al llegar los meses, esta se
marchitó. El comportamiento del esposo había cambiado. Esas palabras de
constante loar, esos besos apasionantes, esas miradas donde se encontraban y
advertían mutualidad, esa felicidad inicial, ya no estaban. Había partido, sin
avisar cuándo volvería, o si es que acaso se iría para siempre, dejando solo el
recuerdo de lo que alguna vez fue una idílica relación.
Ojalá
hubiese sido un error lo que él hizo y se percátese de ello, reconociendo su
error. Martha sabía que no pasaría y que el único error fue entregarse a sus
impulsivas emociones, que la habían condenado a esta desgracia. ¿Dónde estaba
ese amor prometido, que tocó y corrió hacia abajo sin mirar, cual río que, tras
cada día, no hay rastro de las primeras aguas que corrieron por él? ¡Dónde
estaba su alegría! ¡Su Edén, oh, su Edén, corrompido por esa tribulación que
angustiaba su pobre espíritu! ¡Por qué había partido el querer y adónde había
ido a dar!
Pasó
a tenerle odio a aquel monstruo que la había condenado a la pesadumbre. Y fue
entonces por esto, junto a su desesperación, el que sus caricias hallasen otra
persona. Tenía amigos, de los cuales ninguno podía ser conocedor de sus penas,
por miedo a Rigoberto. Entre esas compañías, resaltó cierto hombre humilde, que
consiguió cultivar su afecto, hasta llegar a desarrollar la mutualidad que
Martha extrañaba. Y cuando la encontró de nuevo, a pesar de la moralidad, de
sus temores, o de las consecuencias, se aventuró a un romance clandestino,
compartiendo casa con el Sr. Álvaro Mejía. En la tarde, mientras Rigoberto
trabaja, era Álvaro Mejía quien la hacía sonreír, fuese bajo un techo o en la
calle. Aunque durmiese de noche con Rigoberto, sus sonrisas, sus pensamientos y
sus sueños eran de quien había llegado más tarde a su vida.
Tras
cada beso que se daban sus labios sentían mayor deseo por su amante y mayor
desprecio por su esposo. Cada vez que hacían el amor, Martha comprendía lo
infeliz que era viviendo al lado de aquel monstruo, hasta que, en una tarde,
estando en la casa de Álvaro, se dijo la verdad que conocía y le daba pavor
pronunciarla: su matrimonio era un fracaso, sin arreglo alguno; absurdo era
seguir en esa mazmorra, donde cada amanecer era una nueva espina para su
desdichado ser, que vagaba en busca de flores, encontrándolas ahora. ¿Entonces,
por qué no huir de ese lugar? ¿Por qué no, partir hacia este nuevo jardín que
le hacía renacer en las tardes, antes de morir en el instante en que Rigoberto
pisaba la casa? Sí, lo haría. Se marcharía y sería feliz, lejos, de la mano de
su amante, pudiendo recrear esos idílicos paisajes que solo existían en su
mente alimentada por ilusiones frustradas. ¡Sus ojos nunca más llorarían! ¡El
verde viviría en eterno sosiego, contemplando el café de Álvaro Mejía!
Por
ello, en aquella ocasión, decidió no llegar a su morada y quedarse a dormir
ahí. Esa vez hizo el amor como nunca antes, celebrando su victoria futura. En
el acto sexual gritaba el rompimiento de sus cadenas; empero, sin haberse
liberado aún, pues debía llegar a su calabozo para recoger sus cosas.
Álvaro
quiso acompañarle, temeroso de lo que pudiese hacer su esposo, ansioso también
por tenerla ya a su lado cruzando las afueras de la ciudad. Ella rechazó,
prometiéndole que todo saldría bien. Se encontrarían dentro de tres horas en el
mismo parque, donde acostumbraban pasear, al su esposo ir al trabajo, ya que era
imposible salir antes. Primero debería calmarlo y darle explicaciones. Al
despedirse mediante un beso, Martha creyó ver una figura en la ventana. El
horror le invadió, al imaginar el dueño de esa figura, si le hubiese visto
cuando… Volteó su vista hacia atrás, para encontrar a Álvaro, aterrada, mas no
lo encontró. Tuvo que entrar, en espera de su futuro.
Al
abrió la puerta. Rigoberto estaba de pie, junto a la mesa ubicada en el centro
de la sala. Este le miraba colérico, sin palabras qué expresarle, ese lenguaje
que a ella siempre la atormentaba.
–¿Dónde
demonios estabas? –preguntó él, mientras se acercaba, sin despegar la mirada de
sus ojos, cabeza inclinada y boca inquieta, haciendo ademanes con sus manos no
muy levantadas.
Martha
no respondió. No sabía qué responder. El dilema le impulsaba por una parte a
mentir y por otra a confesarle su nueva relación.
–¿Y
ese otro…? –Rigoberto no terminó la frase.
Le
agarró por el cabello y ella comenzó a sollozar, implorando piedad. No buscó más
a hablar, porque no había nada qué hablar. Todo estaba hecho, incluso su
destino.
–¡Ingrata! ¡Maldita
ingrata! –le gritó Rigoberto, derramando a veces gotas se salivas que
impactaban contra su plañidero rostro–. Te he dado amor y posada, te he
mantenido y me pagas de tal forma, amaneciendo con otro, y encima que te
acompañe hasta acá.
Una palabra bregó por
salir de la sellada boca de la miserable, mas no pudo. Entonces, su esposo, le
sacudió de los cabellos hasta tirarla al piso y prosiguió a dirigirle golpes en
su vientre y sus brazos, mientras le maldecía en cada choque.
–¡Cómo pudiste, Martha!
¡Cómo osaste posar tus ojos en alguien más! ¿Acaso no me amabas?
A diferencia de ayer,
esas expresiones ya no servían para hacerla sentir culpable, si no miserable.
Por primera vez, como si sus penas le estuviesen ahogando, viéndose obligada a
hacer arcadas para no morir, le dijo, entrecortado:
–Eres un monstruo.
Al decir esto, su
garganta por fin se sintió plácida, hasta que su mejilla fue herida por la
pesada mano masculina. Rigoberto la levantó del pelo. Ya que Martha se oponía a
dejarse llevar, la arrastró por el piso, jalándola, hasta llegar al cuarto en
el que dormían y encerrarla allí. La empujó, sin compasión, encolerizado, cerró
la puerta con llave y la dejó ahí olvidada, entre sus dolores y lamentos. Su
paraíso se había marchitado con la llegada de las nubes provenientes de sus
pupilas, que explayaban vastas gotas de lluvias que morían en el piso, al caer
desde lo alto, luego de fluir por sus cachetes hinchados.
Pasaron dos horas y
seguía encarcelada, horrorizada por su desgracia. Su pasado completo le
repudiaba ahora. El odio se entremezclaba con un rencor naciente de no solo la
frustración, también de la opacidad celeste, impidiéndole la huida de su
infierno, por aquel cruel ser indigno de aprecio alguno.
Llegó la noche, estando
la luna en lo alto, la mujer lloró con fervor, pensando que su amante no
lograría ayudarle, teniendo que resignarse a ese encierro. Alguien tocó a la
puerta. Al oír, su corazón latió raudo, reviviendo sus esperanzas,
preguntándose si era posible que aquel visitador era aquel por quien gemía.
Cuando Rigoberto abrió la puerta, algo –tal vez el viento, que arrastraba el
olor de aquella piel que conocía a la perfección– le advirtió que en verdad era
Álvaro y estaba para rescatarle. Sí, ¡ahí fuera estaba su libertad! ¡Ah, pero
ese bribón se lo impedía! Escuchaba alegatos que se nublaban por la distancia. Su
alma, nerviosa, deseaba salir e ir a ayudar a Álvaro, para luego entregarse a
sus brazos y decirle: “Soy libre y por ello ahora soy tuya; escapemos de este
infierno y de aquel demonio que me torturó durante eones”. Bregó sin
conseguirlo. Cuando escuchó el umbral ser cerrado descubrió una abertura en la
puerta que le detenía; buscó cualquier objeto afilado con el cual pudiese
extender la abertura, hasta dañar parte de la madera, por la cual se escabulló,
abriendo el resto con los brazos. Corrió hasta la fuente de la sonoridad. No
había nadie. Se desplazó a la ventana y vio la silueta de su marido acercase,
empero, la del anhelado no estaba.
Su
esposo entró y, mientras cerraba la puerta, no la vio todavía afuera de la
habitación. Cuando la chapa sonó al ser ajustada, aquel fervor en Martha
resurgió de nuevo, harta del sufrimiento y la desilusión. Agarró un grueso florero
y antes de que Rigoberto le esquivase, lo rompió en su cabeza. Al instante cayó,
pudiendo arrodillarse aún. Su furia creció, al ver que el monstruo no había cedido
al golpe. Corrió a la cocina, tomó un cuchillo y en cuestión de segundos,
Rigoberto, apoyado en el piso con su mano derecha, mientras se sobaba la cabeza
con la mano izquierda, aturdido, solo pudo alzar la mirada, para brindarle júbilo
a Martha, al ver la expresión aterrada de sus ojos. Sucumbió ante la muerte,
arrancada su vida por el cuchillo que se clavó sobre sus dos ojos. Primero
sobre el izquierdo y al gritar, chorreando la sangre por su región ocular,
retorciéndose de dolor; luego, la mujer cogió rauda el cuchillo, le dejó que
agonizase primero y al satisfacerse, se lo enterró en el ojo faltando,
destrozándole los dos, acabando así con aquel maldito que había devastado sus
utopías.
De
repente, esa euforia por asesinarle, pasó a ser arrepentimiento culposo, por
haber hecho tal atrocidad. Era ahora ella también un monstruo, al haber hecho
cosas peores. Confundida, se echó a llorar junto al cadáver de su esposo. Quiso
levantarle la cabeza para verle y al notar el chorro de sangre secándose, y las
cuencas devastadas, se levantó horrorizada. Escapó de la morada, sin mirar
hacia atrás y sin pensar en nada más que correr, correr muy lejos, escapando de
él…, no por libertad, o por el odio hacia él, sino por el odio hacia sí misma, avergonzada
de lo ocurrido, sin saber siquiera con exactitud hacia dónde se dirigiría.
Sin
organizarlo, terminó en la casa de Álvaro. Pero este no estaba; tal vez estaría
buscaba la forma de irrumpir en la casa de ella. Se preocupó al pensar en que
lo lograría y vería al fallecido, descubriendo su pecado. Abandonó también ese
lugar, por vergüenza con Álvaro. Caminó por esas calles, afligida. Posó su
vista sobre el pequeño lago del parque, viendo a los peces nadar. Creyó que así
encontraría paz, y como evocación del sufrimiento, al que estaba condenada por
culpa del amor marchitado, revivió la escena mórbida. Al ver el azul
cristalino, se reflejó, donde se suponía, debía reflejarse su cara, se reflejó la
cara de su víctima, con las cuencas oculares vacíos, rodeadas por la sangre
pululante, que bailaba por toda su pálida piel.
Ululó, espantada por
aquella rememoración. Cayó en el agua, y su pavor fue mayor. Sentía que se
ahogaba, sentía que alguien le jalase, intentando hundirla, donde yacería
lamentándose, pagando sus males. Antes de sucumbir, unos brazos llegaron a su
salvación. Salió a la superficie, sobresaltada aún.
–¿Te encuentras bien,
muchacha? –dijo una voz masculina, perteneciente al individuo que sostenía su
hombro derecho. Ella no respondió. Se quedó mirando hacia el frente, titiritando,
ensimismada en su nefasto pensamiento.
–Por poco mueres, niña
–dijo quien estaba a la izquierda. Era una mujer.
Elevó la cabeza y
descubrió la misma evocación del estanque en aquellas personas. Lanzó un
alarido que perturbó el viento. Pudo sentir una gota del líquido rojizo caer
sobre su helada piel. Recobró fuerzas milagrosas. Los apartó, terminando en
plañidera fuga.
En su carrera, no podía
despegar de sus recuerdos aquellas cuencas limpias por el negro y aquella
epidermis manchada de rojo. Semejante a la primera vez, llegó a la casa de su
amante. No se percató si no cuando iba a pisar el umbral. Esta vez no le
importó culpa alguna. El dolor era más fuerte que el arrepentimiento en ese momento.
Tocó la puerta, cual desesperado implorando ayuda. Álvaro la recibió: al abrir,
Martha se tiró sobre él, gimiendo a granel.
–Yo lo maté… Yo lo maté…
¡Fue sin querer! ¡Pero fue intencional! ¡Por qué yo, monstruo soy, Álvaro!
El
hombre, desorientado, acarició sus cabellos, mientras le infundía paz mediante
sus palabras. Álvaro, análogo a su antiguo amor, que yacía tirado en el piso de
su casa, también poseía el don de la palabra, capaz de anidar sosiego en sus
ojos, por más nublados que estuviesen. Fue difícil y las horas de llanto fueron
anacrónicas; sin embargo, consiguió sembrar serenidad en aquella atormentada. Cuando
consiguió armonía, intentó contarle su historia, no sin que, por momentos, la
pena asomase.
–Me
tenía encerrada –comenzó Martha–. Y cuando tú llegaste, deseé ir a verte. Escapé
y vi, desde sus espaldas, cómo cerraba la puerta, a punto de devolverme a ese
miserable encierro. En mi mente se cruzaron mis ilusiones derrumbadas por sus
mentiras y entonces… –hizo una pausa duradera, tomando aire para seguir. Su
emisor le oía con atención–. ¡Lo maté y saqué sus ojos! ¡Pero él no se merecía
tampoco tal cosa, oh, Álvaro!
Esta
vez la pena ganó y se rompió la inestable avenencia emocional.
–Pobre
Rigoberto –dijo Álvaro. Su voz era de un tono distinto. Martha irguió su frente
y al verle se agarró de la silla, elevando sus cejas, sorprendida, al ver a su
difunto esposo, aunque con su cara intacta, sin herida alguna, sus ojos
perfectamente fijados en ella–. Ese apasionado hombre, que te hizo escribir tu
propia historia romántica, donde fuiste muy feliz y el amor avivó a diario tu
optimista corazón –una sonrisa ufana se creó en sus labios, tan rojos como la
primera vez en que los vio–. Él, que te dio besos, abrazos y estrellas.
Martha, escuchándole, sin despegarse de la
silla, gritaba a paso lento por dentro, provocándole ira las palabras
artificiales de aquel monstruo. La pena había cedido ante el rencor y olvidó
ese arrepentimiento; ahora merecía en verdad esa muerte, vil monstruo que le
brindó desgracias disfrazadas de amor.
–¡Él
que te amó! –le gritó Rigoberto.
–¡Tú
no me amaste nunca! –le gritó Martha, exasperada, tirándose sobre él. Le golpeó
en el pecho, logrando causarle desaliento.
Fue
a la cocina, como la primera vez en que lo mató y de igual forma clavó el
cuchillo sobre sus ojos, observando el fluido que derramaban, demostrando que
le dolía y que moría. A punto de detenerse el corazón de aquel malvado, su faz
cambió y Martha descubrió la realidad que se camufló en ilusiones: Álvaro
agonizaba, sin ojos que sirviesen ya, ensangrentado, hasta no resistir más y
sucumbir al piso.
Martha
corrió a agarrarle y al ver que la vida le había vuelto a mentir vilmente, no
aguantó aquella agonía. Se vio al espejo, asqueada por el reflejo de aquel
monstruo femenino que se posaba en el cristal; asqueada por esos radiantes y
hermosos ojos verdes que habían visto cómo fulminaba otros ojos inocentes.
Decidió dictar sentencia a todos sus pecados, poniendo fin a sus desilusiones.
Tomó
el cuchillo y de igual forma se lo enterró hondo en sus luceros verdes, los
cuales se apagaban a medida que el filo avanzaba, uno por uno, explotando en
sangre a medida que fallecían, semejante a una supernova explotando en el
cosmos, hasta perderse sus restos en este.
FIN.